miércoles, 1 de abril de 2009

El velo, la modestia y yo




Por María Victoria Cristancho
La modestia y velo musulmán, son dos cosas que combinadas me genera muchas inquietudes.
Sin pretender faltar el respecto a la religión ni querer ser irreverente, me he resistido ante la idea de que la modestia se reduzca a la simple idea de cubrir el cuerpo y el cabello de la vista de gente ajena a nuestra familia. Eso me ha carcomido desde mucho antes de que pasara por mi mente la idea de vivir en tierras emiraties.
He visto con insistencia casi científica a estas mujeres, ataviadas con vaporosas telas negras, cubiertas de pies a cabeza, caminar por las calles, los centros comerciales y los parques, dejando un halo de misterio a su paso. ¿Qué piensan?, ¿cómo sienten?, ¿cómo se ven ellas mismas? Las he seguido con la mirada y hasta me he atrevido a entablar sendas discusiones con algunas de ellas sobre su vestimenta y la mía.
Una imposición social o una forma de interpretar el Islam que fija como norma esencial la búsqueda de la “modestia” como forma máxima virtud que deben cultivar para mostrar respecto hacia Alá (el nombre que los musulmanes dan a Dios).
¿Pero qué es a todas estas la modestia? Yo misma me he cuestionado sobre mi propia “modestia”. De hecho, me paraba el otro día frente al espejo y me preguntaba si alguna vez he sido modesta en mi vida, a pesar de no usar ni velo ni abaya (la bata negra que se usa sobre la ropa para esconder la figura femenina), ni ninguna de esas indumentarias que visten las mujeres musulmanas. La primera vez que me lo planteé fue cuando revisaba los aspectos que debía considerar antes de entrar a los Emiratos Árabes Unidos, donde la vida me puesto desde hace un poco menos de un año. En esos papeles se hablaba de la necesidad de que las mujeres fuesen “modestas en el vestir”, para no ofender a nuestros anfitriones musulmanes.
Me he negado a acudir al diccionario para revisar su significado porque de entrada sé que no me ayudará a resolver mi duda. He preferido pensar y revisar el asunto de la modestia con la gente que he ido conociendo en Abu Dhabi, la capital de los Emiratos. Cada vez que lanzo la pregunta, escucho un “uff!”, que me ha dejado con más dudas que certezas.
Puse el tema deliberadamente en un café matutino, de esos típicos que realizan algunas señoras para conversar y discutir de lo humano y lo divino. Las miradas se cruzaron entre las cinco o seis señoras sentadas alrededor de un servicio de té y galletas. “Tiene que ver con la ropa que lleva puesta una mujer”, dijo una señora muy diligente. Otra, menos propensa a cubrirse los hombros y más a usar pantalones ajustados, dijo sin más, “si es así, pues mírenme yo soy modesta, yo visto simples, lo que llevo puesto no vale más de 10 dólares en conjunto”. Con ojos de asombro, otra señora con ropas menos reveladoras, pero exhibiendo en sus costuras marcas de diseñador, refutó: “No es lo que cuesta la ropa, la modestia es no dejar a la vista tanta piel, tanto cuero”.
Mientras ellas hablaban me pasaban por la cabeza las imágenes de esas mujeres con esos largos trajes negros, adornados con variadas pedrerías. Bajo esas vestimentas se dejan entrever unos maquillajes perfectos, unas adornadas manos con uñas lustradas y anillos incrustados de diamantes.
Con todo ese cargamento de imágenes y dudas, me fui a visitar la Mezquita Jeque Zayed Bin Sultán Al Nahyan, templo musulmán aún en construcción, considerado uno de los más grandes y majestuosos del mundo árabe. Como parte de las normas para entrar al templo, las mujeres deben usar la abaya y cubrir la cabeza con un velo negro. Muy diligente y casi con ansiedad me abalancé hacia el aparador, donde están dispuestos un centenar de esos trajes negros para prestarlo a las visitantes. Escogí un traje que me quedó a la medida y en seguida sentí la voluptuosidad de la tela sobre mi ropa. Me acomodé el velo, cubriendo mi cabellera y el cuello, tratando de recordar la forma en que había visto a usarlo a las demás mujeres. Hacía calor y sentí que se entrecortaba mi respiración. Me compuse, y caminé calculando mis pasos hacia el templo. Temía que pudiera tropezar con el orillo de la abaya y caer torpemente. Trataba de centrar mi atención en los dorados arabescos de las paredes, en los suntuosos mármoles de los pisos y la belleza de las kilométricas alfombras. Sin embargo, la imagen mía reflejada en las vidrieras y mosaicos me asaltó la inquietud. Me vino otra vez la idea sobre la modestia. Me preguntaba qué tan modesta me sentía con esas ropas. Terminado el recorrido por la mezquita, devolví la abaya y el velo y me sentí más extraña. Me dio tristeza, porque aun con el traje puesto, la duda me seguía.

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